domingo, 11 de abril de 2010

De última hora

Era casi la hora del cierre del Sol de Minaua. José Manuel Raya estaba haciendo el último arreglo al reportaje sobre la venta de flores en los mercados locales cuando entró González a la oficina.
- ¿Cómo va todo Raya?
- Listísimo, jefe, nomás dándole la última revisada.
- ¿Y qué es lo que lograste averiguar? Si se puede saber.
- Plagas en las hortensias, claveles y crisantemos.
- ¿Y encontraste de dónde venían los bichos?
- Nada más y nada menos que de Guatamero… quién lo iba a imaginar.
- Ya. Oye Rayita, ¿tú estabas al tanto de que El impreso va a publicar en la edición de mañana un artículo sobre la red de prostitución de la colonia Hidalgo? ¿Y que hace dos horas arrestaron al Memo?
- No me diga.
- Sí te digo. ¿Y tú crees que a alguien le van a interesar tus pinches florecitas? ¿Y sabes qué vamos a decir nosotros sobre el arresto? Nada. Absolutamente nada. Porque no estuvimos ahí. Porque nadie en toda la chingada oficina se enteró hasta hace 10 minutos. Y ya no nos da tiempo de incluir una sola maldita línea, carajo.
- Mañana mismo me pongo al tanto de todo, jefe, y para la tarde le tengo toda la información.
- ¡Mañana! Y el miércoles a quién le va a interesar si ya todo se sabe y se dijo y está en la televisión y en el radio y en todas partes.
- ¿Entonces ya no lo investigo?
- ¡Pues claro que sí! Pero es la última vez que nos quedamos sin la noticia del momento y ya sabes que el culo no está para besitos y más te vale que me consigas algo bueno antes de que acabe el mes. Mira Raya, yo te tengo estima, pero este negocio no aguanta y o subimos las ventas o van a rodar cabezas. Te lo digo para que no te agarre de sorpresa.

Al día siguiente Raya desayunó con su esposa Miriam. No le entraban los huevos rancheros del coraje y ella lo miraba en silencio sin saber qué hacer. Pensaba en la manera de encontrar la noticia del año mientras masticaba las tortillas y se tomaba el jugo de naranja.
- ¿No vas a querer café, Pepe?
- No, no voy a querer café, qué no ves que las cosas no están para tomar café.
- Sí, pues, ya veo, ya veo.
- ¿Tú que vas a ver?

Se subió al coche y dio una vuelta por la ciudad. Eran cerca de las 10, había poco tráfico y en el parque algunos jóvenes con uniforme tomaban helado. Para eso se van de pinta, para tomar helados, pensaba Raya mientras conducía. Y así cómo voy a encontrar noticias. Si aquí no pasa nada de nada. Se detuvo en la cafetería Madrid y pidió un americano. Martínez y Nery estaban en un extremo de la barra.
- ¿Qué tal oficiales, cómo andamos? Don Julián, buenos días –dijo saludando al viejo que atendía.
- Bien gracias, Raya, tú qué tal –contestó Nery.
- Pues aquí nomás, viendo qué pasa en el barrio. ¿Alguna novedad?
- No, todo tranquilo.
- Qué bien, me da gusto. Cualquier cosa no dejen de avisarme, eh.
- Claro que sí, no se preocupe.

Terminó su café y estuvo hojeando El impreso algunos minutos. Fotos del Memo esposado, en la patrulla, sonriendo, casi posando el cabrón. Las chicas gritando semi encueradas. Se despidió de los policías y pagó.
Cuando iba llegando al periódico recibió un mensaje sobre una pelea en un mercado. Eso. Bien. Condujo a toda velocidad pasándose un par de semáforos en rojo y al llegar vio a un grupo de personas en la entrada del galerón. Las apartó como pudo y entró por un pasillo estrecho entre piñatas y jaulas de pájaros. Un hombre corpulento atendía el puesto de verduras donde se agrupaba la gente. Los clientes hablaban y reían entre ellos. Raya preguntó lo sucedido a una señora con una bolsa de mandado rebosante de cilantro y apio.
- No, si aquí no ha pasado nada, fíjese usted que unos chamacos se estaban aventando zanahorias y tomates. Claro que cuando aquí don Raymundo se dio cuenta se puso a perseguirlos por el mercado y con el traqueteo se le cayó medio puesto al pobre.
- ¿Y ya está todo en orden, entonces?
- Sí, si fue una cosa de niños. Hubiera visto usted qué risa viéndolos correr a los tres con las verduras en la mano.
- Ah, qué caray.
- Jo, jo, jo.
- Con su permiso señora.

Raya salía enfurecido del mercado cuando recordó que no había limones en su casa. Ni una pinche michelada me puedo hacer con este pinche calor del demonio, pinche Miriam. Compró un kilo y se dirigió a su vehículo. Cuando llegó a la oficina continuó trabajando en un reportaje sobre la venta de autopartes que había dejado a medias la semana anterior.

A la mañana siguiente desayunó hot cakes con tocino y harta mantequilla.
- ¿Te preparo café, mi amor?
- Ándale pues, una tacita, mi reina.
- ¿Azúcar y leche?
- Azúcar y leche.

Se despidió de su esposa con un beso en los labios. Condujo cerca de 20 minutos y eran casi las once cuando se detuvo frente a una miscelánea. Compró una cajetilla de cigarros y unos cerillos y agradeció cortésmente al vendedor. Buen día, buen día, hasta luego.
Caminó una cuadra y dio vuelta a la derecha en un callejón en el que se veían al fondo dos contenedores de basura. Levantó la tapa de uno de ellos, se asomó y encontró el cadáver de un hombre un poco mayor que él, de unos cuarenta y cinco años.
- Así que aquí estabas, ¿eh? Calladito y quietecito.
Llamó a la policía desde su celular y esperó mientras fumaba un cigarro y tomaba notas en una libreta. Casi media hora después llegó una patrulla con dos oficiales.
- Buenos días, oficiales.
- Buenos días. ¿Usted llamó por teléfono?
- Sí, José Manuel Raya, para servirles.
- Mucho gusto, yo soy Quirós y aquí mi oficial Puente. Nos puede decir dónde se encuentra la víctima.
- Sí, cómo no, allá adentro del contenedor de la derecha.
Los oficiales se encaminaron hacia allá y revisaron el cuerpo. Encontraron una cartera con identificaciones y tarjetas.
- Pues sí, tenemos un asesinato.
- A menos que se haya pegado un tiro él solo adentro de la basura –dijo Puente.
- A ver, pídete una ambulancia y más unidades en lo que yo acordono el área.
- De acuerdo.

Raya se dedicó a tomar fotografías y hacer anotaciones mientras se llevaba a cabo la investigación y se recolectaba la evidencia. Un rato después llegaron periodistas de El Impreso, el Novedades de Minaua, el Última Hora, el Alarma y El Excélsior. Resultó que el difunto era el dueño de una zapatería del centro de apellido Espinosa. Aparentemente era un hombre serio que pagaba sus impuestos a tiempo y no le habían quitado nada de valor. Nadie se explicaba el motivo del crimen hasta que algunos días más tarde se descubrió que su mujer tenía un romance con un vecino, también casado, desde hacía varios meses.

- ¿Un crimen pasional?
- Así es Miriamcita, ¿cómo la ves?
- Ay, qué horror. Nunca lo habría pensado. Y yo sí lo vi en su tienda, un par de veces. No sabía cómo se llamaba, pero en cuanto leí que era el dueño de la tienda de zapatos luego luego supe que era él. ¿Te acuerdas? Traía bigote y siempre usaba corbata.
- Pues si yo lo encontré, ¿cómo no me voy a acordar?
- Oye y por cierto, ¿qué andabas haciendo por ahí?
- Mi sexto sentido, flaquita.
Esa semana González lo felicitó por su buen olfato.
- Ya ves Raya, así es como deben actuar los buenos reporteros, siempre un paso adelante. Esta vez te rifaste, eh. Llegaste antes que la misma policía. Y bueno, aquí entre nos, ¿cómo diste con el cuerpo?
- Se lo voy a decir sólo a usted, jefe… acabo de encontrar un informante de primera.
- ¿Un informante? ¿en la policía?
- Mejor que eso, pero no puedo decirle quién es porque correría peligro mi secreto, usted me entiende. Eso sí, luego tengo que darle una propina, así que voy a necesitar algunas prestaciones.
- No te preocupes, mientras sigas trayendo noticias calientitas me dices de a cuánto nos toca.
- Muchas gracias, jefe, cuente con ello.

El lunes siguiente al medio día pasó a la cafetería Madrid. Volvió a encontrarse con Martínez y Nery. Pidió un café con leche y una empanada de jamón.
- Buenas tardes muchachos.
- Buenas tardes Raya ¿cómo andamos? –saludó Nery.
- Bien gracias, ¿y ustedes?
- Bien, también, ya ni nos pregunta cómo ha estado la mañana.
- Supongo que tranquila, por lo cómodos que los veo.
- Pues la verdad es que sí, pero ya nos vamos a dar una vuelta, ahí nos avisa si se nos necesita –se despidió Martínez.
- Por cierto –dijo Raya- acabo de pasar por la casa de los Gómez Estrada, la casona blanca en Allende y Galeana, y no estoy muy seguro, pero se me hace que vi la puerta abierta y ya ven que nadie la ocupa desde que falleció la señora, que en paz descanse. ¿Por qué no se dan una vuelta a ver si no anda alguien por ahí?
Los oficiales se miraron entre ellos un instante.
- Pues sí, ahorita vamos a ver si no se metió alguien –dijo Nery.
- Al rato paso yo también por si se ofrece algo.

Pidió unas rajas para su empanada y un vaso de agua. Leyó la sección de deportes de El Impreso, pagó la cuenta y se dirigió a la calle Galeana. Al llegar a la casona vio dos patrullas estacionadas enfrente. Dejó su coche cruzando la calle y entró.
- ¿Y bien, oficiales?
- Tenía usted razón, parece que alguien se metió y se llevó hasta los cubiertos –explicó Martínez. Aunque dejaron las televisiones y el estéreo.
- Sí, les digo que ya me parecía raro que la puerta estuviera abierta si ya no vive nadie aquí.
En ese momento apareció el oficial López-Arce.
- Dice uno de los vecinos que escuchó ruidos en la noche, pero pensó que eran los familiares de la difunta. Viven en Estados Unidos y no habían venido aún a reclamar las propiedades.
- Pues no creo que hayan venido nomás a desvalijar la casa –contestó Raya.
- ¿Usted fue el que les avisó? –preguntó López-Arce.
- José Manuel Raya, para servirle.
- Mucho gusto. Y ustedes hagan el informe –dijo dirigiéndose a Nery. Nosotros vamos a llamar para que traten de avisar a los parientes del gabacho.

Raya pasó la tarde escribiendo la noticia sobre el saqueo de la casona. Ninguna pista sobre quién pudo haber sido. El o los asaltantes entraron por una ventana trasera y se llevaron objetos pequeños de considerable valor, según refirió una vecina que conocía bien la propiedad. El difunto señor Carlos Gómez Estrada había sido coronel y su viuda conservaba varios encendedores y relojes de oro, pisapapeles de plata, plumas, joyas y cubertería fina, además de retratos finamente enmarcados y diversas antigüedades. Los familiares han sido avisados y vienen en camino desde Florida. La vivienda llevaba vacía poco más de dos semanas, cuando la señora Gómez Estrada, de ochenta y tres años de edad falleció durante la noche como consecuencia de una cardiopatía isquémica. Dos días más tarde la señorita María del Carmen Mondragón, de 28 años, quien cuidaba de la anciana, cerró la casa por fuera llevándose sus pertenencias a casa de su madre, la señora Guadalupe Mondragón. Dicha vivienda ha sido registrada y no se ha encontrado ninguno de los objetos desparecidos.

- Ay Pepe, te estás luciendo, qué bárbaro. ¿Te caliento otra tortilla?
- Ándale y pásame los chipotles.
- Oye, ¿y quién crees que se haya metido a la casa?
- Pues cómo voy a saber, cualquier listo –dio un trago a su café.
- ¿Y a poco el ladrón dejó la puerta de enfrente abierta? –le pasó una tortilla caliente.
- Pues sí, entreabierta, pues –se hizo un taco de frijoles.
- ¿Qué raro, por qué no la habrán cerrado? –le sirvió más jugo.
- Por las prisas, supongo –se sirvió chipotles en el plato.
- Ah… oye, ¿tú no fuiste una vez a esa casa cuando vivía el coronel, a hacerle una entrevista o era otro?
- Era otro y ya deja de hacerme preguntas tontas que no me dejas desayunar en paz –se terminó el café.

La semana siguiente trabajó en un artículo sobre violencia intrafamiliar. Visitó a varias mujeres que tenían ojos morados y contusiones en los brazos, pero todas decían que habían sido accidentes o que se le pasó la mano al marido. Ninguna historia de verdadero interés. Y ni modo de cortarles un dedo o una mano para sacar una buena foto.

El sábado por la noche llegó a la cafetería Madrid poco después de las ocho. Don Julián veía la repetición de un partido de futbol.
- Buenas noches Raya, ¿qué tal todo?
- Muy bien gracias, y usted don Julián.
- Bien, aquí andamos. Hoy no vienen los oficiales, ya sabes.
- Sí, ya lo sé, nada más estoy haciendo un poco de tiempo. Le encargo un café con leche. ¿Cómo van? –preguntó señalando la televisión.
- Cero-cero, pero empataron a dos.
- Si ya sabe ¿para qué lo ve?
- Pues para ver los goles, para qué más.

Pidió también una concha que sopeó en el café mientras veía el partido distraídamente. Cuando terminó el primer tiempo pagó la cuenta y salió de ahí. Iban dos-cero.
Se desvió un poco para tomar la avenida Zapata. Dobló a la derecha en Niños Héroes y poco antes de una glorieta vio una humareda que salía de una casa de un solo piso con techo a dos aguas. Ya habían llegado los bomberos, que trataban de controlar el fuego, una patrulla y una ambulancia. Varios vecinos miraban desde el jardín. Raya se estacionó, se bajó del carro y prendió un cigarro. Se acercó a un policía.
- Buenas noches oficial, ¿Qué pasó aquí?
- Pues un incendio, ¿no ve?
- ¿Y a poco hay alguien adentro?
- Afortunadamente no, parece que habían salido.
- Ah bueno.
- Los propietarios están declarando con mi pareja –señaló la barda junto a la que estaban una pareja joven y un policía.

Raya se dirigió hacia ellos con su libreta. La mujer explicaba que acababan de llegar, que habían ido al súper. Que no dejaron nada prendido, que ninguno de los dos fumaba, que la estufa era eléctrica. Se veía bastante afectada y el marido veía con tristeza lo que quedaba de su casa. El fuego estaba completamente apagado, pero por las ventanas seguía saliendo un humo blanco y espeso.
Miguel Suárez, arquitecto, y Laura, su mujer, ama de casa, afirmaron no tener objetos de valor además de los electrodomésticos y algunas joyas de la señora. Salieron de su casa poco más de una hora para hacer las compras de la semana y cuando volvieron la vivienda estaba en llamas; los bomberos ya habían llegado gracias a que un vecino llamó por teléfono a emergencias. No se pudo esclarecer el origen del incendio. La pareja declaró no tener ningún enemigo ni sospechar de alguien que hubiera actuado de forma malintencionada. No obstante, el señor Miguel Suárez, arquitecto, recordó cuando se le entrevistó que pocos días antes sostuvo una querella con el cartero debido a que no le llegaban a tiempo los recibos de televisión por cable. Este último culpó a la compañía.
- Ay mi amor. Qué gusto. Y otra vez fuiste el primero ¿verdad?
- Pues claro reina, cuando llegaron los demás reporteros los Suárez ya se iban a un hotel.
- Pobrecitos a ver qué van a hacer ahora.
- Pues él es arquitecto, que se construya otra casa.
- No seas así, como si fuera tan fácil. ¿Quieres más chilaquiles?
- Un poquito nada más y no los hagas tan picosos, ya te dije.
- Sí mi amor, perdón, te paso más crema.
- Y ¿qué hacías a esa hora en la avenida Zapata?
- Dando un paseo, ¿qué más? Ya venía para acá –se comió los últimos chilaquiles.
- Ya Pepe, dime la verdad. Cómo le has hecho para llegar antes que todos. Para saber exactamente cuándo y dónde van a ocurrir las desgracias.
- Ya te dije que no me estés preguntando esas cosas, a ti que más te da. Dime morra, adónde quieres que vayamos en Semana Santa, ¿a Acapulco? ¿a San Antonio?

Raya se dirigió a las oficinas del periódico, pero antes de entrar decidió dar un paseo por el barrio. Caminaba hacia el parque Obregón pensando qué noticia necesitaba ahora la ciudad de Minaua. Unos cargadores subían costales de verduras a una camioneta, un perro olisqueaba bolsas de basura, un niño soltaba la mano de su madre. Sacó sus cigarros y un encendedor de oro de su saco. Tenía grabadas las iniciales C. G. E.

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