viernes, 27 de septiembre de 2013

 Aquí la portada de El sauce ladrón, publicado en agosto por Dignifica tu Vida, IAP, junto con La borrega dientona, de Rodrigo Bustamante.

Agrego el texto:



El sauce ladrón

El balón de futbol ya tenía sus años. Se lo habían regalado a José cuando cumplió diez y ya tenía casi doce. Aquella tarde Mauricio era el portero, su equipo iba ganando 3-2 y a José le tocaba tirar un penalti. Estaba muy concentrado, dio un par de pasos hacia atrás y pateó con todas sus fuerzas. Mauricio cerró los ojos al escuchar el golpe. El balón salió disparado hacia arriba, pasó muy por encima de la portería (al menos dos metros) y siguió su curso bajo el cielo dorado de octubre hasta instalarse entre las ramas de un sauce.
            Los reclamos de sus compañeros no se hicieron esperar. Tanto los del equipo de José como los del de Mauricio daban muestras de fastidio. El balón reposaba entre dos gruesas ramas. Nico, que era el más grande de todos, intentó sacudir el tronco del árbol, lo pateó e insultó, pero éste no se movió un centímetro. Era demasiado grueso para tambalearse con los esfuerzos de un niño.
            Matías, que era el más pequeñito, intentó subirse a las ramas, con ayuda de Nico, que le hacía pie de ladrón, pero éstas comenzaban a crecer demasiado arriba. Era imposible llegar al balón sin una escalera, y ninguno tenía una a la mano. Entonces José tuvo una idea:
—Creo que deberíamos aventar otra cosa para que le pegue al balón y se caiga.
—Muy bien, ¿cómo qué? —preguntó Nico.
—Una piedra —continuó José.

Buscaron por todo el jardín y en poco tiempo reunieron una montañita de piedras pequeñas. Comenzaron a arrojarlas hacia el balón por turnos. Nico fue el primero. Su piedra pasó demasiado alto, incluso por encima del árbol. La de Matías golpeó una de las ramas más bajas y, al rebotar, le pegó a José en la pierna, quien dejó escapar un alarido. La de Mauricio golpeó una de las ramas sobre las que descansaba el balón, pero éste no hizo más que moverse unos milímetros y volver a su sitio. Faltaban Juan y Miguel. El primero tiró la piedra cerca del balón, pero no lo suficiente. Cuando le tocó a Miguel, un niño rubio, muy delgadito y con lentes, todos se sorprendieron. Fue el único que consiguió atinarle. Sin embargo, la piedra no era lo suficientemente pesada y rebotó al pasto tras emitir un golpe seco al chocar contra el balón. Así que se pusieron a juntar piedras más grandes y a lanzarlas otra vez. La piedra de Miguel volvió a dar en el blanco, pero otra vez el balón no hizo más que temblar un poco. Los niños comenzaron a desesperarse; todo era inútil. Nico les dijo a los demás:
—Yo creo que lo que tenemos que hacer es aventar algo más grande.
—Pero si aventamos una roca podemos descalabrar a alguien —objetó José.
—No, una roca no —respondió Nico.
—¿Entonces? —preguntó Matías.
—Algo grande pero más ligero —dijo Nico pensativo, y de pronto gritó— ¡un zapato!
—A ver, avienta el tuyo —lo retó Matías.
—El mío ¿por qué?, si el balón es de José —explicó Nico.
—Pero la idea fue tuya —alegó José—. Además, el balón lo usamos todos.
—Mejor hay que echarlo a la suerte —sugirió Miguel.

Todos estuvieron de acuerdo. Juntaron cinco ramitas del mismo tamaño y una más pequeña que el resto. Quien sacara la más corta tendría que prestar su zapato para lanzarlo contra el balón. Le tocó a José, quien, resignado, se desamarró una de las botas y la lanzó con todas sus fuerzas. La bota voló y pasó cerca del balón hasta detenerse entre otras dos ramas, atorada.
            José, enojado con Nico, que había tenido la idea, le dijo que ahora él aventara uno de sus bonitos zapatos nuevos, para ver si él recuperaba su bota.
—No puedo —le dijo Nico—. Si llego descalzo a casa me ponen una regañiza y no salgo en toda la semana.
—¿Y crees que a mí no me van a decir nada por llegar sin una bota? —preguntó molesto José.
—Pero mira —dijo de pronto Mauricio, que era gordito y muy sonriente—, yo digo que de todos modos no te sirve de nada una sola bota. Yo que tú aventaba la otra de una vez. Puede ser que recuperes la primera o que te quedes sin las dos, pero ya no hay mucha diferencia.

José lo pensó un momento y concluyó, a su pesar, que Mauricio tenía razón. Valía la pena arriesgar la bota derecha por recuperar la izquierda y el balón. Era cierto, daba igual tener una que ninguna. Cuando estaba por lanzarla Miguel lo detuvo. Le dijo que él había demostrado tener mejor puntería que los demás, y se ofreció a hacerlo por él. José se resistió un poco, pero acabó por darle la razón.
            Miguel tomó la bota por una de las agujetas, le dio algunas vueltas, como si se tratara de la cuerda de un vaquero, y la arrojó hacia lo alto. La bota de José rozó el balón, se aproximó hacia la bota izquierda, la rebasó, subió aún más y se quedó atorada entre unas ramas más altas.
—¡Pero qué idea más tonta! —gritó José—. No sé cómo pude hacerles caso. Creo que mejor ya me voy, antes de que me convenzan de aventar mi suéter y, sobre todo, antes de que llegue mi mamá a la casa. Voy a ponerme otros zapatos y esperar que nadie se dé cuenta de que no están las botas. Pero ustedes tienen que ayudarme a recuperar mis cosas. No voy a ser el único que se queda sin balón y sin botas. Así que mañana cada quien trae algo para aventar al árbol a ver si cae lo demás. ¡Y más les vale que sea algo que sirva! —concluyó gritando mientras se alejaba del parque.

Todos los niños estuvieron de acuerdo. Se quedaron un momento en silencio mientras veían a José alejarse dando pasos cortos y muy rápidos y ensuciándose los calcetines. Se quedaron ahí un rato más. Se sentían mal de que José hubiera perdido sus cosas, pero no podían evitar que les diera un poco de risa.
            Al llegar a sus casas todos buscaron en sus cuartos algo que pudieran llevar al día siguiente. Objetos medianos y ligeros que pudieran arrojar con facilidad. Algunos de ellos incluso practicaron sus lanzamientos.
            Al día siguiente volvieron a encontrarse por la tarde, después de comer. Como habían quedado el día anterior, cada uno de ellos llevaba oculto un objeto para recuperar las cosas de José. Mauricio llevaba un trompo; Miguel, el vagón de un trenecito de madera; Juan, un yo-yo muy grande; Nico, una manopla de beisbol; Matías, una muñeca de su hermanita y José, una pelota de tenis, aunque él creía que ya no le tocaba aventar nada.
            Se encontraron bajo el árbol y mostraron a los demás lo que habían llevado. No estuvieron muy de acuerdo en que Miguel llevara sólo un vagón, en vez del tren completo, ni en que Matías le hubiera cogido un juguete a su hermana, puesto que los demás llevaban cosas propias y enteras. Pero aun así se dispusieron a lanzar los juguetes haciendo su mejor esfuerzo por tener buena puntería.
Volvieron a hacerlo por turnos: el trompo, el vagón, el yo-yo, la manopla, la muñeca y la pelota. Lo que ocurrió a continuación dejó a todos los niños con la boca abierta. Todos y cada uno de los objetos que arrojaron fueron acomodándose entre las ramas del sauce. Era inútil, parecía que el árbol se burlaba de ellos y disfrutaba adueñándose de sus pertenencias. Cuando se les terminaron los juguetes se sentaron en el pasto y se quedaron mirando el follaje del sauce ladrón. Ya no sabían qué hacer.
José propuso que hicieran una escalera humana para que uno de ellos subiera hasta las ramas del árbol y bajara los juguetes. A los demás les pareció una buena idea. Acordaron que Nico se quedaría abajo sosteniendo a los demás y que Matías, por ser el más ligero, sería el último en subir. Decidieron también que Mauricio, por estar un poco pasadito de peso, se quedaría para ayudar a los otros a ir subiendo. Así lo hicieron. Juan se paró sobre los hombros de Nico; José, con ayuda de Mauricio, escaló sobre sus amigos y se colocó encima de los hombros de Juan. Pero las ramas aún se veían lejos. Era como si el sauce fuera creciendo a medida que se iban subiendo unos sobre otros. Cuando tocó el turno de Matías, la carga se hizo insostenible para Nico. Le temblaron las piernas y faltó poco para que todos cayeran al suelo. Afortunadamente, José descendió deprisa y entre Mauricio y Miguel, ayudaron a bajar a Juan.
Se quedaron un rato tumbados sobre el pasto. No comprendían cómo el árbol se resistía tanto a devolverles sus juguetes. Pensaron en pedir ayuda a un adulto, pero Matías alegó que no harían nada más que regañarlos y castigarlos. Prefirieron dejar las cosas como estaban. Una semana después fue el cumpleaños de Juan y su papá le regaló un balón de futbol. Así, pudieron volver a sus juegos habituales y poco a poco fueron olvidándose del sauce. De vez en cuando, si alguno de ellos se cansaba de uno de sus juguetes, lo arrojaba con fuerza hacia las ramas del árbol esperando que cayera algún objeto. Pero siempre en vano. Quedaron también atrapados un helicóptero, varios cochecitos metálicos, un títere, el resto de los vagones del tren y algunas pelotas viejas de beisbol.
Con el paso del tiempo el follaje del árbol se hizo más frondoso y ya casi no se veían los objetos que escondía. Cuando los niños pasaban por ahí miraban hacia arriba para ver si aún estaban ahí sus pertenencias. Y aunque ya no alcanzaban a verlas, era imposible que alguien las hubiera descubierto. Algunos años después, Juan y Matías se fueron a vivir a otro barrio y el resto de los niños crecieron y dejaron de ir al parque. Comenzaron a salir al cine o al billar en vez de salir a la calle con sus amigos. Se inscribieron a la universidad, se mudaron a otras ciudades, se casaron, tuvieron sus propios hijos. Y todos se olvidaron del sauce.

Muchos años después, en el barrio donde estaba el parque construyeron edificios muy altos. En esos edificios vivían muchos niños, pero casi nunca salían de sus departamentos. Preferían jugar en sus casas con sus videojuegos o ver la televisión durante horas y horas. El parque estaba vacío casi siempre y ya nadie usaba el pasamanos y la resbaladilla. Ya nadie jugaba futbol. Los niños no conocían a sus vecinos. Cuando se encontraban en el elevador casi siempre iban con sus padres y sólo se miraban sin dirigirse la palabra.
            A Matilde, una niña con pecas y ojos muy grandes que vivía en uno de esos edificios, le daban ganas de conocer a los demás niños, pero sus papás no la dejaban salir sola, le decían que era peligroso. Y nunca tenían tiempo de bajar al parque con ella. Así que pasaba las tardes sola, leyendo, viendo la tele o asomándose por la ventana mirando a las personas que pasaban por la calle. Le llamaba la atención aquel árbol solitario que tenía las ramas tan gruesas. Pensaba que debía de llevar ahí muchos años. Y que si su papá la ayudara podría colgar de él un columpio. Pero él no tendría tiempo para eso. Y Matilde volvía a sus libros.
            Ese año el invierno llegó muy pronto. Desde noviembre un frío viento soplaba con fuerza. El pasto del parque perdió su color verde y fue volviéndose amarillo. La gente llevaba abrigos y guantes; las calles estaban casi desiertas y nadie salía por las noches. Todos se encerraban pronto en sus casas y cenaban muy juntos mirando el televisor. Las plantas morían a causa de las bajas temperaturas y los árboles perdían las pocas hojas que les quedaban. Una tarde de diciembre, una nevada sorprendió a la ciudad. Las clases se suspendieron y muchas oficinas cerraron sus puertas.
            A la mañana siguiente, Matilde, feliz por no tener que ir a clases, se levantó temprano y se asomó por la ventana. Las calles estaban cubiertas de nieve y algunos vecinos bajaban a quitarla de las entradas de los edificios. Desayunó rápido con sus papás y volvió a su habitación. Le gustaba admirar la blancura del parque. Se dio cuenta de que el árbol que tanto le intrigaba, en medio del parque, había perdido todas sus hojas tras la helada. Y descubrió que había entre sus ramas objetos de colores que no distinguía muy bien. Corrió al cuarto de sus papás y sacó de un cajón unos binoculares. Volvió a su ventana y vio que había en el árbol una pelota y otras cosas que nunca había visto. Se vistió en un santiamén y le pidió permiso a su mamá para bajar al parque y jugar con la nieve. Aunque normalmente le hubiera dicho que no, por ser una ocasión especial la dejó bajar un ratito. Le advirtió que no debía salir del parque ni hablar con extraños, y que debía estar de vuelta una hora después.
            Matilde no podía creer que le dieran permiso de bajar sola. Se puso su gorro y su bufanda y bajó corriendo por las escaleras para no tener que esperar el elevador. Llegó jadeando al parque. Al llegar ahí se dio cuenta de que no era la única a la que le habían dado permiso de salir. Otros niños iban llegando poco a poco. Como no se conocían, se iban presentando conforme se acercaban. Hacían bolas de nieve, las lanzaban, construían muñecos y se dejaban caer al suelo riéndose.
            Matilde se dirigió directamente al sauce que siempre veía desde la ventana. Desde allí parecía mucho más alto y las ramas más largas. Lo contempló un momento y luego fue fijando la mirada en los objetos que se encontraban entre las ramas. Creyó distinguir algo que parecía un zapato, una muñeca y otras cosas que no sabía para qué servían. Llamó a los demás niños, quienes se fueron acercando intrigados por lo que había encontrado Matilde. Decidieron ir en busca de Emilio, el cuidador, quien tenía en su casa todo tipo de herramientas, y quien seguramente tendría una escalera.
            Tocaron el timbre de su puerta y el cuidador abrió limpiándose las lagañas. Se sorprendió de ver a tanto niños juntos y gritando algo incomprensible. Matilde se acercó hasta él y le dijo que necesitaban urgentemente una escalera. Aunque Emilio no entendió para qué la querían, se las prestó con tal de que lo dejaran volver a la cama. Los niños estaban verdaderamente felices.
            Cargaron la escalera, que era muy grande, entre Matilde, Adrián —otro niño de su edificio— y Ángel, que era nuevo en el barrio. La colocaron firmemente sobre el árbol y, mientras Adrián subía, entre todos la detenían muy fuerte. Cuando llegó a las primeras ramas fue arrojando los objetos de uno en uno, los cuales iban cayendo sobre nieve. Primero el balón y las botas, luego el helicóptero, el trompo, los cochecitos y todo lo que encontró. Los demás niños iban tomando los juguetes y se preguntaban para qué servían, ya que ellos no estaban acostumbrados a jugar más que en la computadora o con videojuegos. Y poco a poco lo fueron descubriendo. Un niño enrolló la cuerda al trompo y luego lo arrojó al suelo mientras los demás veían asombrados que no dejaba de girar. Otro niño tomó el yoyo por la cuerda y vio maravillado cómo éste subía y bajaba. Otros niños se pusieron a patear la pelota. Dos niños pequeños comenzaron a jugar con los cochecitos. Otro juntaban los vagones del tren. Matilde se quitó los zapatos y se puso el par de botas que Adrián había bajado del árbol. Se ató las agujetas firmemente y se puso a saltar sobre la nieve. Nunca había estado tan contenta.