jueves, 22 de julio de 2010
Agujeritos
Se inscribió a un curso que
duraba todo el verano. Le daba igual perderse a las chicas que paseaban en
faldita, las caminatas por la playa y las cervezas en el parque. Apenas
contestaba el teléfono cuando sus amigos se empecinaban en que saliera a dar
una vuelta, carajo que llevas no sé cuánto tiempo ahí encerrado y mira nomás el
buen tiempo que hace. Le dolió un poco perderse la fiesta de la recién llegada
de ojos pizpiretos, pero ya iban a ver todos cómo se hacía millonario, cómo
había tenido tanta visión y cómo iba a triunfar. Pasaba tardes y noches
haciendo agujeritos en unas tarjetas que le habían dado en el curso y se
asombraba de toda la información que podía transmitirse gracias a ellas. Sabía
que había mucho más gente como él, gente que tomaba el toro por los cuernos y
enfrentaba, no, desafiaba al futuro.
Tenía un sistema de perforaciones que no podía tener
símil en el mundo, estaba convencido, y esperaba tener pronto una oportunidad
para demostrarlo. Seguro que en cualquier momento lo invitarían a un congreso
de perforadores donde podría demostrar sus habilidades que progresaban día con
día a velocidades insospechadas.
Lo contrataron en una nueva compañía que era la
materialización de toda vanguardia, y aunque sus amigos ingresaban a la
universidad, él tenía la certeza de que el camino al éxito no estaba en los
libros sino el la intuición. Le decían que podía matricularse en alguna
ingeniería, pero él sabía que esos agujeros eran oro puro y que no había
conocimiento que pudiera con ellos. Así que pasaron los meses y continuó con su
tarea. El sueldo en la empresa no era tan alto como imaginaba, pero gracias a
su destreza pudo cumplir con el trabajo de casi dos jornadas en una y aumentar
sus ingresos de manera importante.
Ser perforador de tarjetas lo satisfacía enormemente y
necesitaba poca cosa más para sentirse en armonía con cuanto le rodeaba. Tomaba
el autobús por las mañanas, almorzaba con Berta, que era una secretaria
encantadora y con Otto, un programador que procuraba alentarlo para que hiciera
un nuevo curso y trabajara en su equipo; sin embargo, Tobías otorgaba tal
importancia a la manufactura de las tarjetas que por nada del mundo cambiaría
de actividad. Y así llegó el siguiente verano, y el siguiente invierno.
Una tarde, al llegar a casa y abrir el periódico, se topó
con una noticia que cambiaría la historia de la humanidad y que causaría en su
vida trastornos seguramente irreparables. En alguna maldita ciudad, que ojalá
fuera arrasada por huracanes, temblores y pestes de todo tipo, algún subnormal
de gafas había inventado un mecanismo mediante el cual las computadoras habían
dejado de necesitar sus servicios. No lo podía entender, o las tarjetas se
perforaban solas o era cosa del mismísimo demonio.
Pasaron un par de días sin que sucediera nada en la
empresa. Berta y Otto intercambiaban miradas que Tobías percibía sin decir nada
y la charla del almuerzo se volvió tan sosa que el tercer día prefirió comer
solo en una banca del parque.
Y un día sucedió. Pocos minutos antes de la hora de
salida, el supervisor de Tobías lo llamó a su oficina. Le habló de las nuevas
tecnologías que se estaban desarrollando y le ofreció una capacitación para que
continuara trabajando con ellos. Tobías le dijo que iba a pensarlo.
Al llegar a casa destapó una cerveza y se instaló en el
sofá. Se quedó un buen rato mirando el televisor apagado y concluyó que aquello
no podía ser cierto, que seguramente todo era una farsa para que las empresas
dejaran de producir tarjetas y la nueva competencia se quedara con todo el
mercado. No era más que un sucio complot. Así que lo que tenía que hacer era
continuar con su producción con más ahínco que nunca y estar preparado para
cuando se desvelara la verdad. El único problema era que el gerente no iba a
creerlo, pero eso importaba poco. Con sus ahorros podría sobrevivir varios
meses y estaba convencido de que ese truco para críos no podría mantenerse
mucho tiempo.
Al día siguiente se presentó en la empresa con una gran
sonrisa. Declinó cortésmente la propuesta que le habían hecho y almorzó por
última vez con Otto y Berta. Tomaron una copa en el bar de enfrente y les dio
sendos abrazos. Berta no pudo contener un par de lágrimas.
En pocos días había conseguido todo el material necesario
para instalar en su habitación un taller de perforaciones. Si sus cálculos eran
correctos, en poco más de un mes tendría tarjetas suficientes para abastecer a
su antigua empresa por varios días, mientras que la competencia se quedaría
paralizada como un ciervo en la carretera ante el choque inminente de un
vehículo. Y él, al fin, sería el héroe que siempre había soñado ser.
Apenas comió y durmió durante las siguientes semanas. Las
tarjetas se acumularon sobre la mesa, sobre el sofá, sobre el suelo y,
finalmente, sobre la cama. Podía dormir en el pasillo y en el baño si era
necesario, pero su actividad debía continuar. La barba comenzó a crecerle, el
cabello le caía sobre la frente y se cortaba las uñas sólo cuando éstas le
impedían que cumpliera con su labor de manera eficaz. No usaba más que
calzoncillos para no ensuciar ropa y no preocuparse por lavarla. Habían pasado
ya varios meses. Los de la empresa debían de estar ciegos, era imposible que
nadie se diera cuenta de la trampa en la que habían caído. Una tarde de
noviembre se dio cuenta de que no tenía más material, ni dinero, ni alimento.
Pero no podía parar ahora, cuando la verdad estaba por salir a la luz, cuando
su triunfo era claro. Tomó los pocos libros que tenía en la estantería, arrancó
cuidadosamente todas sus páginas y comenzó a llenarlas de agujeros. Si no tenía
más tarjetas cualquier cosa podría servir. Cuando acabó con ellos siguió con
todos los papeles que encontró en el departamento, con los imanes del
refrigerador, con los manteles, con los discos, las servilletas, el papel
higiénico, sus calcetines y una lechuga podrida. El colchón de su cama y el
sofá se llenaron también de agujeros. La madera del escritorio le costó un poco
más de trabajo y cuando llegó a las paredes, los poros del yeso se abrieron
ante él, dulcemente. Logró perforar también el techo y batalló un poco con los
electrodomésticos y el retrete. En los mangos de los cubiertos había transcrito
información importantísima sobre una guerra inminente con países asiáticos y en
las puertas podía leerse un interesante tratado sobre economías emergentes. Los
cajones contaban crímenes de carácter racial y en el suelo podrían descifrarse
distintas posturas ante el comunismo. Cuando no le quedó nada por perforar se
dirigió al baño. Miró su rostro constelado en el espejo y se colocó la
perforadora en los labios. Presionó una y otra vez, en la nariz, en las
mejillas, en el pecho, en los hombros, en los muslos. Y pudo, gracias a una
ocurrencia de último minuto, alertar a quienes hallaran su cuerpo sobre el
peligro que corría el curso de la historia si no se percataban a tiempo de este
gran error.
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