jueves, 22 de julio de 2010
Agujeritos
Se inscribió a un curso que
duraba todo el verano. Le daba igual perderse a las chicas que paseaban en
faldita, las caminatas por la playa y las cervezas en el parque. Apenas
contestaba el teléfono cuando sus amigos se empecinaban en que saliera a dar
una vuelta, carajo que llevas no sé cuánto tiempo ahí encerrado y mira nomás el
buen tiempo que hace. Le dolió un poco perderse la fiesta de la recién llegada
de ojos pizpiretos, pero ya iban a ver todos cómo se hacía millonario, cómo
había tenido tanta visión y cómo iba a triunfar. Pasaba tardes y noches
haciendo agujeritos en unas tarjetas que le habían dado en el curso y se
asombraba de toda la información que podía transmitirse gracias a ellas. Sabía
que había mucho más gente como él, gente que tomaba el toro por los cuernos y
enfrentaba, no, desafiaba al futuro.
Tenía un sistema de perforaciones que no podía tener
símil en el mundo, estaba convencido, y esperaba tener pronto una oportunidad
para demostrarlo. Seguro que en cualquier momento lo invitarían a un congreso
de perforadores donde podría demostrar sus habilidades que progresaban día con
día a velocidades insospechadas.
Lo contrataron en una nueva compañía que era la
materialización de toda vanguardia, y aunque sus amigos ingresaban a la
universidad, él tenía la certeza de que el camino al éxito no estaba en los
libros sino el la intuición. Le decían que podía matricularse en alguna
ingeniería, pero él sabía que esos agujeros eran oro puro y que no había
conocimiento que pudiera con ellos. Así que pasaron los meses y continuó con su
tarea. El sueldo en la empresa no era tan alto como imaginaba, pero gracias a
su destreza pudo cumplir con el trabajo de casi dos jornadas en una y aumentar
sus ingresos de manera importante.
Ser perforador de tarjetas lo satisfacía enormemente y
necesitaba poca cosa más para sentirse en armonía con cuanto le rodeaba. Tomaba
el autobús por las mañanas, almorzaba con Berta, que era una secretaria
encantadora y con Otto, un programador que procuraba alentarlo para que hiciera
un nuevo curso y trabajara en su equipo; sin embargo, Tobías otorgaba tal
importancia a la manufactura de las tarjetas que por nada del mundo cambiaría
de actividad. Y así llegó el siguiente verano, y el siguiente invierno.
Una tarde, al llegar a casa y abrir el periódico, se topó
con una noticia que cambiaría la historia de la humanidad y que causaría en su
vida trastornos seguramente irreparables. En alguna maldita ciudad, que ojalá
fuera arrasada por huracanes, temblores y pestes de todo tipo, algún subnormal
de gafas había inventado un mecanismo mediante el cual las computadoras habían
dejado de necesitar sus servicios. No lo podía entender, o las tarjetas se
perforaban solas o era cosa del mismísimo demonio.
Pasaron un par de días sin que sucediera nada en la
empresa. Berta y Otto intercambiaban miradas que Tobías percibía sin decir nada
y la charla del almuerzo se volvió tan sosa que el tercer día prefirió comer
solo en una banca del parque.
Y un día sucedió. Pocos minutos antes de la hora de
salida, el supervisor de Tobías lo llamó a su oficina. Le habló de las nuevas
tecnologías que se estaban desarrollando y le ofreció una capacitación para que
continuara trabajando con ellos. Tobías le dijo que iba a pensarlo.
Al llegar a casa destapó una cerveza y se instaló en el
sofá. Se quedó un buen rato mirando el televisor apagado y concluyó que aquello
no podía ser cierto, que seguramente todo era una farsa para que las empresas
dejaran de producir tarjetas y la nueva competencia se quedara con todo el
mercado. No era más que un sucio complot. Así que lo que tenía que hacer era
continuar con su producción con más ahínco que nunca y estar preparado para
cuando se desvelara la verdad. El único problema era que el gerente no iba a
creerlo, pero eso importaba poco. Con sus ahorros podría sobrevivir varios
meses y estaba convencido de que ese truco para críos no podría mantenerse
mucho tiempo.
Al día siguiente se presentó en la empresa con una gran
sonrisa. Declinó cortésmente la propuesta que le habían hecho y almorzó por
última vez con Otto y Berta. Tomaron una copa en el bar de enfrente y les dio
sendos abrazos. Berta no pudo contener un par de lágrimas.
En pocos días había conseguido todo el material necesario
para instalar en su habitación un taller de perforaciones. Si sus cálculos eran
correctos, en poco más de un mes tendría tarjetas suficientes para abastecer a
su antigua empresa por varios días, mientras que la competencia se quedaría
paralizada como un ciervo en la carretera ante el choque inminente de un
vehículo. Y él, al fin, sería el héroe que siempre había soñado ser.
Apenas comió y durmió durante las siguientes semanas. Las
tarjetas se acumularon sobre la mesa, sobre el sofá, sobre el suelo y,
finalmente, sobre la cama. Podía dormir en el pasillo y en el baño si era
necesario, pero su actividad debía continuar. La barba comenzó a crecerle, el
cabello le caía sobre la frente y se cortaba las uñas sólo cuando éstas le
impedían que cumpliera con su labor de manera eficaz. No usaba más que
calzoncillos para no ensuciar ropa y no preocuparse por lavarla. Habían pasado
ya varios meses. Los de la empresa debían de estar ciegos, era imposible que
nadie se diera cuenta de la trampa en la que habían caído. Una tarde de
noviembre se dio cuenta de que no tenía más material, ni dinero, ni alimento.
Pero no podía parar ahora, cuando la verdad estaba por salir a la luz, cuando
su triunfo era claro. Tomó los pocos libros que tenía en la estantería, arrancó
cuidadosamente todas sus páginas y comenzó a llenarlas de agujeros. Si no tenía
más tarjetas cualquier cosa podría servir. Cuando acabó con ellos siguió con
todos los papeles que encontró en el departamento, con los imanes del
refrigerador, con los manteles, con los discos, las servilletas, el papel
higiénico, sus calcetines y una lechuga podrida. El colchón de su cama y el
sofá se llenaron también de agujeros. La madera del escritorio le costó un poco
más de trabajo y cuando llegó a las paredes, los poros del yeso se abrieron
ante él, dulcemente. Logró perforar también el techo y batalló un poco con los
electrodomésticos y el retrete. En los mangos de los cubiertos había transcrito
información importantísima sobre una guerra inminente con países asiáticos y en
las puertas podía leerse un interesante tratado sobre economías emergentes. Los
cajones contaban crímenes de carácter racial y en el suelo podrían descifrarse
distintas posturas ante el comunismo. Cuando no le quedó nada por perforar se
dirigió al baño. Miró su rostro constelado en el espejo y se colocó la
perforadora en los labios. Presionó una y otra vez, en la nariz, en las
mejillas, en el pecho, en los hombros, en los muslos. Y pudo, gracias a una
ocurrencia de último minuto, alertar a quienes hallaran su cuerpo sobre el
peligro que corría el curso de la historia si no se percataban a tiempo de este
gran error.
domingo, 20 de junio de 2010
Fotos de estudio
La abuela me contó que cuando
su madre era joven competía con las muchachas de su colonia por aparecer en los
anuncios de los locales en donde sacaban fotografías. Los dueños necesitaban
fotos de muestra para ponerlas en las vitrinas, así que las jóvenes se ponían
sus mejores vestidos y sombreros con la esperanza de que sus imágenes fueran
elegidas. Me contó también que las fotografías de mi bisabuela, que era muy
guapa, se exhibían en al menos cinco estudios de la ciudad. Las fotos de sus
quince años recorrieron varias colonias y las de su boda aparecieron incluso en
algún periódico. Mientras me enseñaba los recortes de páginas amarillentas y
algunos de los sombreros que aún conservaba me decidí a hacerlo.
Mi primer objetivo fue la Fotografía Ramírez. Ese día me
puse el vestido de mi primera comunión, que aunque me quedaba un poco corto aún
me cerraba, y guantes blancos. Luisa me hizo un peinado precioso, me arregló el
fleco y me puso un poco de carmín en los labios. Cuando llegué noté que no
tenían ninguna fotografía exhibiéndose en el exterior, pero al entrar vi que
debajo del cristal de la mesa, donde estaba la máquina registradora, aparecían
varias imágenes de diversos tamaños y formas: ovaladas, de pasaporte,
credencial, en blanco y negro, sepia. Le pedí al encargado cuatro de cuerpo
completo y seis tamaño infantil.
Al día siguiente, al volver por ellas, las conté y me di
cuenta de que me había entregado diez, es decir, todas las que había revelado.
Le pregunté si no iba a quedarse con alguna para ponerla debajo del cristal y
me contestó que ya tenían muestras de todos los tamaños. Bueno, pero podrían
quitar algunas de ésas y poner una mía ¿no? ¿no ve que me he alisado el cabello
y todo? Entonces el empleado tomó una de las pequeñas y la colocó en una
esquina de la mesa, casi cubriendo el rostro sonriente de un bebé que aparecía
con un fondo azul turquesa con palmeritas. Ése fue mi primer triunfo.
Algunos días después le pedí a mi abuela uno de los
sombreros que guardaba desde hace no sé cuánto tiempo. Se hizo un poco del
rogar pero finalmente cedió y me entregó el que más me gustaba: uno negro con
un velo al frente. Me puse unas medias de mi madre y un suéter y una falda también
negros. Por la tarde tuve que pedirle a Luisa que me acompañara al Estudio
Fotográfico del Norte y ella, que era muy buena, no tuvo más remedio que ir
conmigo.
Era un local un poco más grande que el de mi barrio y
colocaban las “elegidas” en una especie de corcho cubierto por un cristal. Esta
vez pedí cuatro fotos tamaño pasaporte y seis de 40 x 60 centímetros en blanco
y negro. Cambié mi perfil y postura varias veces y el resultado fue magnífico.
Aunque el sombrero me quedaba un poco grande, la señora que me atendió lo fijó
con pasadores y parecía hecho a la medida. Me pidió que sonriera un par de
veces, pero cómo iba a sonreír con el sombrero de luto de mi bisabuela.
A la mañana siguiente, después de desayunar, cogí a Luisa
del brazo y nos fuimos volando al estudio. No miento al decir que eran las
fotografía más elegantes que había visto en mi vida, incluso la señora mencionó
más de una vez que eran preciosas. Finalmente le pregunté dónde iba a ponerlas
y se quedó mirándome como si no entendiera la pregunta. Señora, que cuál de
esas fotos va a quitar para poner las mías. ¿A quitar? Pero no tengo pensado
quitar ninguna; son fotos de mi familia y ésa mujer que está ahí salía en
telenovelas muy famosas hace unos años. Bueno, bueno, pero yo me puse un
sombrero y zapatos y usted me dijo que mis fotos eran muy bonitas. Sí, sí,
bonitas sí son, pero ¿Por qué no se las das a tu mamá para que las ponga en la
sala de tu casa? Porque mi mamá se murió cuando yo tenía dos años y apenas la
conocí, y la sala de mi casa, que no es mi casa sino la casa de mi abuela, ya
está llena de fotos, de mi mamá, precisamente. Lo siento mucho, no te
preocupes, déjame una de las pequeñas y ya le encontraremos un lugar. ¿De las
pequeñas? ¿Y por qué de las pequeñas? En ésas apenas se distingue que soy yo.
Le dejo dos de las grandes y ya usted las acomoda después; esta muchacha, por
ejemplo tiene un peinado un poquito pasado de moda. Está bien hija, no te
preocupes voy a quitar alguna.
Cuando llegamos a casa Luisa y yo mi madre leía una
revista. Le extendí las fotografías que me habían sobrado y las miró con una
sonrisa en los labios. Melissa, ¿para qué te tomaste estas fotos? No las
necesitas. Ya sé mami, es que la abuela me las pidió porque dice que con este
sombrero soy idéntica a la bisabuela.
domingo, 11 de abril de 2010
De última hora
Era casi la hora del cierre del Sol de Minaua. José Manuel Raya estaba haciendo el último arreglo al reportaje sobre la venta de flores en los mercados locales cuando entró González a la oficina.
- ¿Cómo va todo Raya?
- Listísimo, jefe, nomás dándole la última revisada.
- ¿Y qué es lo que lograste averiguar? Si se puede saber.
- Plagas en las hortensias, claveles y crisantemos.
- ¿Y encontraste de dónde venían los bichos?
- Nada más y nada menos que de Guatamero… quién lo iba a imaginar.
- Ya. Oye Rayita, ¿tú estabas al tanto de que El impreso va a publicar en la edición de mañana un artículo sobre la red de prostitución de la colonia Hidalgo? ¿Y que hace dos horas arrestaron al Memo?
- No me diga.
- Sí te digo. ¿Y tú crees que a alguien le van a interesar tus pinches florecitas? ¿Y sabes qué vamos a decir nosotros sobre el arresto? Nada. Absolutamente nada. Porque no estuvimos ahí. Porque nadie en toda la chingada oficina se enteró hasta hace 10 minutos. Y ya no nos da tiempo de incluir una sola maldita línea, carajo.
- Mañana mismo me pongo al tanto de todo, jefe, y para la tarde le tengo toda la información.
- ¡Mañana! Y el miércoles a quién le va a interesar si ya todo se sabe y se dijo y está en la televisión y en el radio y en todas partes.
- ¿Entonces ya no lo investigo?
- ¡Pues claro que sí! Pero es la última vez que nos quedamos sin la noticia del momento y ya sabes que el culo no está para besitos y más te vale que me consigas algo bueno antes de que acabe el mes. Mira Raya, yo te tengo estima, pero este negocio no aguanta y o subimos las ventas o van a rodar cabezas. Te lo digo para que no te agarre de sorpresa.
Al día siguiente Raya desayunó con su esposa Miriam. No le entraban los huevos rancheros del coraje y ella lo miraba en silencio sin saber qué hacer. Pensaba en la manera de encontrar la noticia del año mientras masticaba las tortillas y se tomaba el jugo de naranja.
- ¿No vas a querer café, Pepe?
- No, no voy a querer café, qué no ves que las cosas no están para tomar café.
- Sí, pues, ya veo, ya veo.
- ¿Tú que vas a ver?
Se subió al coche y dio una vuelta por la ciudad. Eran cerca de las 10, había poco tráfico y en el parque algunos jóvenes con uniforme tomaban helado. Para eso se van de pinta, para tomar helados, pensaba Raya mientras conducía. Y así cómo voy a encontrar noticias. Si aquí no pasa nada de nada. Se detuvo en la cafetería Madrid y pidió un americano. Martínez y Nery estaban en un extremo de la barra.
- ¿Qué tal oficiales, cómo andamos? Don Julián, buenos días –dijo saludando al viejo que atendía.
- Bien gracias, Raya, tú qué tal –contestó Nery.
- Pues aquí nomás, viendo qué pasa en el barrio. ¿Alguna novedad?
- No, todo tranquilo.
- Qué bien, me da gusto. Cualquier cosa no dejen de avisarme, eh.
- Claro que sí, no se preocupe.
Terminó su café y estuvo hojeando El impreso algunos minutos. Fotos del Memo esposado, en la patrulla, sonriendo, casi posando el cabrón. Las chicas gritando semi encueradas. Se despidió de los policías y pagó.
Cuando iba llegando al periódico recibió un mensaje sobre una pelea en un mercado. Eso. Bien. Condujo a toda velocidad pasándose un par de semáforos en rojo y al llegar vio a un grupo de personas en la entrada del galerón. Las apartó como pudo y entró por un pasillo estrecho entre piñatas y jaulas de pájaros. Un hombre corpulento atendía el puesto de verduras donde se agrupaba la gente. Los clientes hablaban y reían entre ellos. Raya preguntó lo sucedido a una señora con una bolsa de mandado rebosante de cilantro y apio.
- No, si aquí no ha pasado nada, fíjese usted que unos chamacos se estaban aventando zanahorias y tomates. Claro que cuando aquí don Raymundo se dio cuenta se puso a perseguirlos por el mercado y con el traqueteo se le cayó medio puesto al pobre.
- ¿Y ya está todo en orden, entonces?
- Sí, si fue una cosa de niños. Hubiera visto usted qué risa viéndolos correr a los tres con las verduras en la mano.
- Ah, qué caray.
- Jo, jo, jo.
- Con su permiso señora.
Raya salía enfurecido del mercado cuando recordó que no había limones en su casa. Ni una pinche michelada me puedo hacer con este pinche calor del demonio, pinche Miriam. Compró un kilo y se dirigió a su vehículo. Cuando llegó a la oficina continuó trabajando en un reportaje sobre la venta de autopartes que había dejado a medias la semana anterior.
A la mañana siguiente desayunó hot cakes con tocino y harta mantequilla.
- ¿Te preparo café, mi amor?
- Ándale pues, una tacita, mi reina.
- ¿Azúcar y leche?
- Azúcar y leche.
Se despidió de su esposa con un beso en los labios. Condujo cerca de 20 minutos y eran casi las once cuando se detuvo frente a una miscelánea. Compró una cajetilla de cigarros y unos cerillos y agradeció cortésmente al vendedor. Buen día, buen día, hasta luego.
Caminó una cuadra y dio vuelta a la derecha en un callejón en el que se veían al fondo dos contenedores de basura. Levantó la tapa de uno de ellos, se asomó y encontró el cadáver de un hombre un poco mayor que él, de unos cuarenta y cinco años.
- Así que aquí estabas, ¿eh? Calladito y quietecito.
Llamó a la policía desde su celular y esperó mientras fumaba un cigarro y tomaba notas en una libreta. Casi media hora después llegó una patrulla con dos oficiales.
- Buenos días, oficiales.
- Buenos días. ¿Usted llamó por teléfono?
- Sí, José Manuel Raya, para servirles.
- Mucho gusto, yo soy Quirós y aquí mi oficial Puente. Nos puede decir dónde se encuentra la víctima.
- Sí, cómo no, allá adentro del contenedor de la derecha.
Los oficiales se encaminaron hacia allá y revisaron el cuerpo. Encontraron una cartera con identificaciones y tarjetas.
- Pues sí, tenemos un asesinato.
- A menos que se haya pegado un tiro él solo adentro de la basura –dijo Puente.
- A ver, pídete una ambulancia y más unidades en lo que yo acordono el área.
- De acuerdo.
Raya se dedicó a tomar fotografías y hacer anotaciones mientras se llevaba a cabo la investigación y se recolectaba la evidencia. Un rato después llegaron periodistas de El Impreso, el Novedades de Minaua, el Última Hora, el Alarma y El Excélsior. Resultó que el difunto era el dueño de una zapatería del centro de apellido Espinosa. Aparentemente era un hombre serio que pagaba sus impuestos a tiempo y no le habían quitado nada de valor. Nadie se explicaba el motivo del crimen hasta que algunos días más tarde se descubrió que su mujer tenía un romance con un vecino, también casado, desde hacía varios meses.
- ¿Un crimen pasional?
- Así es Miriamcita, ¿cómo la ves?
- Ay, qué horror. Nunca lo habría pensado. Y yo sí lo vi en su tienda, un par de veces. No sabía cómo se llamaba, pero en cuanto leí que era el dueño de la tienda de zapatos luego luego supe que era él. ¿Te acuerdas? Traía bigote y siempre usaba corbata.
- Pues si yo lo encontré, ¿cómo no me voy a acordar?
- Oye y por cierto, ¿qué andabas haciendo por ahí?
- Mi sexto sentido, flaquita.
Esa semana González lo felicitó por su buen olfato.
- Ya ves Raya, así es como deben actuar los buenos reporteros, siempre un paso adelante. Esta vez te rifaste, eh. Llegaste antes que la misma policía. Y bueno, aquí entre nos, ¿cómo diste con el cuerpo?
- Se lo voy a decir sólo a usted, jefe… acabo de encontrar un informante de primera.
- ¿Un informante? ¿en la policía?
- Mejor que eso, pero no puedo decirle quién es porque correría peligro mi secreto, usted me entiende. Eso sí, luego tengo que darle una propina, así que voy a necesitar algunas prestaciones.
- No te preocupes, mientras sigas trayendo noticias calientitas me dices de a cuánto nos toca.
- Muchas gracias, jefe, cuente con ello.
El lunes siguiente al medio día pasó a la cafetería Madrid. Volvió a encontrarse con Martínez y Nery. Pidió un café con leche y una empanada de jamón.
- Buenas tardes muchachos.
- Buenas tardes Raya ¿cómo andamos? –saludó Nery.
- Bien gracias, ¿y ustedes?
- Bien, también, ya ni nos pregunta cómo ha estado la mañana.
- Supongo que tranquila, por lo cómodos que los veo.
- Pues la verdad es que sí, pero ya nos vamos a dar una vuelta, ahí nos avisa si se nos necesita –se despidió Martínez.
- Por cierto –dijo Raya- acabo de pasar por la casa de los Gómez Estrada, la casona blanca en Allende y Galeana, y no estoy muy seguro, pero se me hace que vi la puerta abierta y ya ven que nadie la ocupa desde que falleció la señora, que en paz descanse. ¿Por qué no se dan una vuelta a ver si no anda alguien por ahí?
Los oficiales se miraron entre ellos un instante.
- Pues sí, ahorita vamos a ver si no se metió alguien –dijo Nery.
- Al rato paso yo también por si se ofrece algo.
Pidió unas rajas para su empanada y un vaso de agua. Leyó la sección de deportes de El Impreso, pagó la cuenta y se dirigió a la calle Galeana. Al llegar a la casona vio dos patrullas estacionadas enfrente. Dejó su coche cruzando la calle y entró.
- ¿Y bien, oficiales?
- Tenía usted razón, parece que alguien se metió y se llevó hasta los cubiertos –explicó Martínez. Aunque dejaron las televisiones y el estéreo.
- Sí, les digo que ya me parecía raro que la puerta estuviera abierta si ya no vive nadie aquí.
En ese momento apareció el oficial López-Arce.
- Dice uno de los vecinos que escuchó ruidos en la noche, pero pensó que eran los familiares de la difunta. Viven en Estados Unidos y no habían venido aún a reclamar las propiedades.
- Pues no creo que hayan venido nomás a desvalijar la casa –contestó Raya.
- ¿Usted fue el que les avisó? –preguntó López-Arce.
- José Manuel Raya, para servirle.
- Mucho gusto. Y ustedes hagan el informe –dijo dirigiéndose a Nery. Nosotros vamos a llamar para que traten de avisar a los parientes del gabacho.
Raya pasó la tarde escribiendo la noticia sobre el saqueo de la casona. Ninguna pista sobre quién pudo haber sido. El o los asaltantes entraron por una ventana trasera y se llevaron objetos pequeños de considerable valor, según refirió una vecina que conocía bien la propiedad. El difunto señor Carlos Gómez Estrada había sido coronel y su viuda conservaba varios encendedores y relojes de oro, pisapapeles de plata, plumas, joyas y cubertería fina, además de retratos finamente enmarcados y diversas antigüedades. Los familiares han sido avisados y vienen en camino desde Florida. La vivienda llevaba vacía poco más de dos semanas, cuando la señora Gómez Estrada, de ochenta y tres años de edad falleció durante la noche como consecuencia de una cardiopatía isquémica. Dos días más tarde la señorita María del Carmen Mondragón, de 28 años, quien cuidaba de la anciana, cerró la casa por fuera llevándose sus pertenencias a casa de su madre, la señora Guadalupe Mondragón. Dicha vivienda ha sido registrada y no se ha encontrado ninguno de los objetos desparecidos.
- Ay Pepe, te estás luciendo, qué bárbaro. ¿Te caliento otra tortilla?
- Ándale y pásame los chipotles.
- Oye, ¿y quién crees que se haya metido a la casa?
- Pues cómo voy a saber, cualquier listo –dio un trago a su café.
- ¿Y a poco el ladrón dejó la puerta de enfrente abierta? –le pasó una tortilla caliente.
- Pues sí, entreabierta, pues –se hizo un taco de frijoles.
- ¿Qué raro, por qué no la habrán cerrado? –le sirvió más jugo.
- Por las prisas, supongo –se sirvió chipotles en el plato.
- Ah… oye, ¿tú no fuiste una vez a esa casa cuando vivía el coronel, a hacerle una entrevista o era otro?
- Era otro y ya deja de hacerme preguntas tontas que no me dejas desayunar en paz –se terminó el café.
La semana siguiente trabajó en un artículo sobre violencia intrafamiliar. Visitó a varias mujeres que tenían ojos morados y contusiones en los brazos, pero todas decían que habían sido accidentes o que se le pasó la mano al marido. Ninguna historia de verdadero interés. Y ni modo de cortarles un dedo o una mano para sacar una buena foto.
El sábado por la noche llegó a la cafetería Madrid poco después de las ocho. Don Julián veía la repetición de un partido de futbol.
- Buenas noches Raya, ¿qué tal todo?
- Muy bien gracias, y usted don Julián.
- Bien, aquí andamos. Hoy no vienen los oficiales, ya sabes.
- Sí, ya lo sé, nada más estoy haciendo un poco de tiempo. Le encargo un café con leche. ¿Cómo van? –preguntó señalando la televisión.
- Cero-cero, pero empataron a dos.
- Si ya sabe ¿para qué lo ve?
- Pues para ver los goles, para qué más.
Pidió también una concha que sopeó en el café mientras veía el partido distraídamente. Cuando terminó el primer tiempo pagó la cuenta y salió de ahí. Iban dos-cero.
Se desvió un poco para tomar la avenida Zapata. Dobló a la derecha en Niños Héroes y poco antes de una glorieta vio una humareda que salía de una casa de un solo piso con techo a dos aguas. Ya habían llegado los bomberos, que trataban de controlar el fuego, una patrulla y una ambulancia. Varios vecinos miraban desde el jardín. Raya se estacionó, se bajó del carro y prendió un cigarro. Se acercó a un policía.
- Buenas noches oficial, ¿Qué pasó aquí?
- Pues un incendio, ¿no ve?
- ¿Y a poco hay alguien adentro?
- Afortunadamente no, parece que habían salido.
- Ah bueno.
- Los propietarios están declarando con mi pareja –señaló la barda junto a la que estaban una pareja joven y un policía.
Raya se dirigió hacia ellos con su libreta. La mujer explicaba que acababan de llegar, que habían ido al súper. Que no dejaron nada prendido, que ninguno de los dos fumaba, que la estufa era eléctrica. Se veía bastante afectada y el marido veía con tristeza lo que quedaba de su casa. El fuego estaba completamente apagado, pero por las ventanas seguía saliendo un humo blanco y espeso.
Miguel Suárez, arquitecto, y Laura, su mujer, ama de casa, afirmaron no tener objetos de valor además de los electrodomésticos y algunas joyas de la señora. Salieron de su casa poco más de una hora para hacer las compras de la semana y cuando volvieron la vivienda estaba en llamas; los bomberos ya habían llegado gracias a que un vecino llamó por teléfono a emergencias. No se pudo esclarecer el origen del incendio. La pareja declaró no tener ningún enemigo ni sospechar de alguien que hubiera actuado de forma malintencionada. No obstante, el señor Miguel Suárez, arquitecto, recordó cuando se le entrevistó que pocos días antes sostuvo una querella con el cartero debido a que no le llegaban a tiempo los recibos de televisión por cable. Este último culpó a la compañía.
- Ay mi amor. Qué gusto. Y otra vez fuiste el primero ¿verdad?
- Pues claro reina, cuando llegaron los demás reporteros los Suárez ya se iban a un hotel.
- Pobrecitos a ver qué van a hacer ahora.
- Pues él es arquitecto, que se construya otra casa.
- No seas así, como si fuera tan fácil. ¿Quieres más chilaquiles?
- Un poquito nada más y no los hagas tan picosos, ya te dije.
- Sí mi amor, perdón, te paso más crema.
- Y ¿qué hacías a esa hora en la avenida Zapata?
- Dando un paseo, ¿qué más? Ya venía para acá –se comió los últimos chilaquiles.
- Ya Pepe, dime la verdad. Cómo le has hecho para llegar antes que todos. Para saber exactamente cuándo y dónde van a ocurrir las desgracias.
- Ya te dije que no me estés preguntando esas cosas, a ti que más te da. Dime morra, adónde quieres que vayamos en Semana Santa, ¿a Acapulco? ¿a San Antonio?
Raya se dirigió a las oficinas del periódico, pero antes de entrar decidió dar un paseo por el barrio. Caminaba hacia el parque Obregón pensando qué noticia necesitaba ahora la ciudad de Minaua. Unos cargadores subían costales de verduras a una camioneta, un perro olisqueaba bolsas de basura, un niño soltaba la mano de su madre. Sacó sus cigarros y un encendedor de oro de su saco. Tenía grabadas las iniciales C. G. E.
- ¿Cómo va todo Raya?
- Listísimo, jefe, nomás dándole la última revisada.
- ¿Y qué es lo que lograste averiguar? Si se puede saber.
- Plagas en las hortensias, claveles y crisantemos.
- ¿Y encontraste de dónde venían los bichos?
- Nada más y nada menos que de Guatamero… quién lo iba a imaginar.
- Ya. Oye Rayita, ¿tú estabas al tanto de que El impreso va a publicar en la edición de mañana un artículo sobre la red de prostitución de la colonia Hidalgo? ¿Y que hace dos horas arrestaron al Memo?
- No me diga.
- Sí te digo. ¿Y tú crees que a alguien le van a interesar tus pinches florecitas? ¿Y sabes qué vamos a decir nosotros sobre el arresto? Nada. Absolutamente nada. Porque no estuvimos ahí. Porque nadie en toda la chingada oficina se enteró hasta hace 10 minutos. Y ya no nos da tiempo de incluir una sola maldita línea, carajo.
- Mañana mismo me pongo al tanto de todo, jefe, y para la tarde le tengo toda la información.
- ¡Mañana! Y el miércoles a quién le va a interesar si ya todo se sabe y se dijo y está en la televisión y en el radio y en todas partes.
- ¿Entonces ya no lo investigo?
- ¡Pues claro que sí! Pero es la última vez que nos quedamos sin la noticia del momento y ya sabes que el culo no está para besitos y más te vale que me consigas algo bueno antes de que acabe el mes. Mira Raya, yo te tengo estima, pero este negocio no aguanta y o subimos las ventas o van a rodar cabezas. Te lo digo para que no te agarre de sorpresa.
Al día siguiente Raya desayunó con su esposa Miriam. No le entraban los huevos rancheros del coraje y ella lo miraba en silencio sin saber qué hacer. Pensaba en la manera de encontrar la noticia del año mientras masticaba las tortillas y se tomaba el jugo de naranja.
- ¿No vas a querer café, Pepe?
- No, no voy a querer café, qué no ves que las cosas no están para tomar café.
- Sí, pues, ya veo, ya veo.
- ¿Tú que vas a ver?
Se subió al coche y dio una vuelta por la ciudad. Eran cerca de las 10, había poco tráfico y en el parque algunos jóvenes con uniforme tomaban helado. Para eso se van de pinta, para tomar helados, pensaba Raya mientras conducía. Y así cómo voy a encontrar noticias. Si aquí no pasa nada de nada. Se detuvo en la cafetería Madrid y pidió un americano. Martínez y Nery estaban en un extremo de la barra.
- ¿Qué tal oficiales, cómo andamos? Don Julián, buenos días –dijo saludando al viejo que atendía.
- Bien gracias, Raya, tú qué tal –contestó Nery.
- Pues aquí nomás, viendo qué pasa en el barrio. ¿Alguna novedad?
- No, todo tranquilo.
- Qué bien, me da gusto. Cualquier cosa no dejen de avisarme, eh.
- Claro que sí, no se preocupe.
Terminó su café y estuvo hojeando El impreso algunos minutos. Fotos del Memo esposado, en la patrulla, sonriendo, casi posando el cabrón. Las chicas gritando semi encueradas. Se despidió de los policías y pagó.
Cuando iba llegando al periódico recibió un mensaje sobre una pelea en un mercado. Eso. Bien. Condujo a toda velocidad pasándose un par de semáforos en rojo y al llegar vio a un grupo de personas en la entrada del galerón. Las apartó como pudo y entró por un pasillo estrecho entre piñatas y jaulas de pájaros. Un hombre corpulento atendía el puesto de verduras donde se agrupaba la gente. Los clientes hablaban y reían entre ellos. Raya preguntó lo sucedido a una señora con una bolsa de mandado rebosante de cilantro y apio.
- No, si aquí no ha pasado nada, fíjese usted que unos chamacos se estaban aventando zanahorias y tomates. Claro que cuando aquí don Raymundo se dio cuenta se puso a perseguirlos por el mercado y con el traqueteo se le cayó medio puesto al pobre.
- ¿Y ya está todo en orden, entonces?
- Sí, si fue una cosa de niños. Hubiera visto usted qué risa viéndolos correr a los tres con las verduras en la mano.
- Ah, qué caray.
- Jo, jo, jo.
- Con su permiso señora.
Raya salía enfurecido del mercado cuando recordó que no había limones en su casa. Ni una pinche michelada me puedo hacer con este pinche calor del demonio, pinche Miriam. Compró un kilo y se dirigió a su vehículo. Cuando llegó a la oficina continuó trabajando en un reportaje sobre la venta de autopartes que había dejado a medias la semana anterior.
A la mañana siguiente desayunó hot cakes con tocino y harta mantequilla.
- ¿Te preparo café, mi amor?
- Ándale pues, una tacita, mi reina.
- ¿Azúcar y leche?
- Azúcar y leche.
Se despidió de su esposa con un beso en los labios. Condujo cerca de 20 minutos y eran casi las once cuando se detuvo frente a una miscelánea. Compró una cajetilla de cigarros y unos cerillos y agradeció cortésmente al vendedor. Buen día, buen día, hasta luego.
Caminó una cuadra y dio vuelta a la derecha en un callejón en el que se veían al fondo dos contenedores de basura. Levantó la tapa de uno de ellos, se asomó y encontró el cadáver de un hombre un poco mayor que él, de unos cuarenta y cinco años.
- Así que aquí estabas, ¿eh? Calladito y quietecito.
Llamó a la policía desde su celular y esperó mientras fumaba un cigarro y tomaba notas en una libreta. Casi media hora después llegó una patrulla con dos oficiales.
- Buenos días, oficiales.
- Buenos días. ¿Usted llamó por teléfono?
- Sí, José Manuel Raya, para servirles.
- Mucho gusto, yo soy Quirós y aquí mi oficial Puente. Nos puede decir dónde se encuentra la víctima.
- Sí, cómo no, allá adentro del contenedor de la derecha.
Los oficiales se encaminaron hacia allá y revisaron el cuerpo. Encontraron una cartera con identificaciones y tarjetas.
- Pues sí, tenemos un asesinato.
- A menos que se haya pegado un tiro él solo adentro de la basura –dijo Puente.
- A ver, pídete una ambulancia y más unidades en lo que yo acordono el área.
- De acuerdo.
Raya se dedicó a tomar fotografías y hacer anotaciones mientras se llevaba a cabo la investigación y se recolectaba la evidencia. Un rato después llegaron periodistas de El Impreso, el Novedades de Minaua, el Última Hora, el Alarma y El Excélsior. Resultó que el difunto era el dueño de una zapatería del centro de apellido Espinosa. Aparentemente era un hombre serio que pagaba sus impuestos a tiempo y no le habían quitado nada de valor. Nadie se explicaba el motivo del crimen hasta que algunos días más tarde se descubrió que su mujer tenía un romance con un vecino, también casado, desde hacía varios meses.
- ¿Un crimen pasional?
- Así es Miriamcita, ¿cómo la ves?
- Ay, qué horror. Nunca lo habría pensado. Y yo sí lo vi en su tienda, un par de veces. No sabía cómo se llamaba, pero en cuanto leí que era el dueño de la tienda de zapatos luego luego supe que era él. ¿Te acuerdas? Traía bigote y siempre usaba corbata.
- Pues si yo lo encontré, ¿cómo no me voy a acordar?
- Oye y por cierto, ¿qué andabas haciendo por ahí?
- Mi sexto sentido, flaquita.
Esa semana González lo felicitó por su buen olfato.
- Ya ves Raya, así es como deben actuar los buenos reporteros, siempre un paso adelante. Esta vez te rifaste, eh. Llegaste antes que la misma policía. Y bueno, aquí entre nos, ¿cómo diste con el cuerpo?
- Se lo voy a decir sólo a usted, jefe… acabo de encontrar un informante de primera.
- ¿Un informante? ¿en la policía?
- Mejor que eso, pero no puedo decirle quién es porque correría peligro mi secreto, usted me entiende. Eso sí, luego tengo que darle una propina, así que voy a necesitar algunas prestaciones.
- No te preocupes, mientras sigas trayendo noticias calientitas me dices de a cuánto nos toca.
- Muchas gracias, jefe, cuente con ello.
El lunes siguiente al medio día pasó a la cafetería Madrid. Volvió a encontrarse con Martínez y Nery. Pidió un café con leche y una empanada de jamón.
- Buenas tardes muchachos.
- Buenas tardes Raya ¿cómo andamos? –saludó Nery.
- Bien gracias, ¿y ustedes?
- Bien, también, ya ni nos pregunta cómo ha estado la mañana.
- Supongo que tranquila, por lo cómodos que los veo.
- Pues la verdad es que sí, pero ya nos vamos a dar una vuelta, ahí nos avisa si se nos necesita –se despidió Martínez.
- Por cierto –dijo Raya- acabo de pasar por la casa de los Gómez Estrada, la casona blanca en Allende y Galeana, y no estoy muy seguro, pero se me hace que vi la puerta abierta y ya ven que nadie la ocupa desde que falleció la señora, que en paz descanse. ¿Por qué no se dan una vuelta a ver si no anda alguien por ahí?
Los oficiales se miraron entre ellos un instante.
- Pues sí, ahorita vamos a ver si no se metió alguien –dijo Nery.
- Al rato paso yo también por si se ofrece algo.
Pidió unas rajas para su empanada y un vaso de agua. Leyó la sección de deportes de El Impreso, pagó la cuenta y se dirigió a la calle Galeana. Al llegar a la casona vio dos patrullas estacionadas enfrente. Dejó su coche cruzando la calle y entró.
- ¿Y bien, oficiales?
- Tenía usted razón, parece que alguien se metió y se llevó hasta los cubiertos –explicó Martínez. Aunque dejaron las televisiones y el estéreo.
- Sí, les digo que ya me parecía raro que la puerta estuviera abierta si ya no vive nadie aquí.
En ese momento apareció el oficial López-Arce.
- Dice uno de los vecinos que escuchó ruidos en la noche, pero pensó que eran los familiares de la difunta. Viven en Estados Unidos y no habían venido aún a reclamar las propiedades.
- Pues no creo que hayan venido nomás a desvalijar la casa –contestó Raya.
- ¿Usted fue el que les avisó? –preguntó López-Arce.
- José Manuel Raya, para servirle.
- Mucho gusto. Y ustedes hagan el informe –dijo dirigiéndose a Nery. Nosotros vamos a llamar para que traten de avisar a los parientes del gabacho.
Raya pasó la tarde escribiendo la noticia sobre el saqueo de la casona. Ninguna pista sobre quién pudo haber sido. El o los asaltantes entraron por una ventana trasera y se llevaron objetos pequeños de considerable valor, según refirió una vecina que conocía bien la propiedad. El difunto señor Carlos Gómez Estrada había sido coronel y su viuda conservaba varios encendedores y relojes de oro, pisapapeles de plata, plumas, joyas y cubertería fina, además de retratos finamente enmarcados y diversas antigüedades. Los familiares han sido avisados y vienen en camino desde Florida. La vivienda llevaba vacía poco más de dos semanas, cuando la señora Gómez Estrada, de ochenta y tres años de edad falleció durante la noche como consecuencia de una cardiopatía isquémica. Dos días más tarde la señorita María del Carmen Mondragón, de 28 años, quien cuidaba de la anciana, cerró la casa por fuera llevándose sus pertenencias a casa de su madre, la señora Guadalupe Mondragón. Dicha vivienda ha sido registrada y no se ha encontrado ninguno de los objetos desparecidos.
- Ay Pepe, te estás luciendo, qué bárbaro. ¿Te caliento otra tortilla?
- Ándale y pásame los chipotles.
- Oye, ¿y quién crees que se haya metido a la casa?
- Pues cómo voy a saber, cualquier listo –dio un trago a su café.
- ¿Y a poco el ladrón dejó la puerta de enfrente abierta? –le pasó una tortilla caliente.
- Pues sí, entreabierta, pues –se hizo un taco de frijoles.
- ¿Qué raro, por qué no la habrán cerrado? –le sirvió más jugo.
- Por las prisas, supongo –se sirvió chipotles en el plato.
- Ah… oye, ¿tú no fuiste una vez a esa casa cuando vivía el coronel, a hacerle una entrevista o era otro?
- Era otro y ya deja de hacerme preguntas tontas que no me dejas desayunar en paz –se terminó el café.
La semana siguiente trabajó en un artículo sobre violencia intrafamiliar. Visitó a varias mujeres que tenían ojos morados y contusiones en los brazos, pero todas decían que habían sido accidentes o que se le pasó la mano al marido. Ninguna historia de verdadero interés. Y ni modo de cortarles un dedo o una mano para sacar una buena foto.
El sábado por la noche llegó a la cafetería Madrid poco después de las ocho. Don Julián veía la repetición de un partido de futbol.
- Buenas noches Raya, ¿qué tal todo?
- Muy bien gracias, y usted don Julián.
- Bien, aquí andamos. Hoy no vienen los oficiales, ya sabes.
- Sí, ya lo sé, nada más estoy haciendo un poco de tiempo. Le encargo un café con leche. ¿Cómo van? –preguntó señalando la televisión.
- Cero-cero, pero empataron a dos.
- Si ya sabe ¿para qué lo ve?
- Pues para ver los goles, para qué más.
Pidió también una concha que sopeó en el café mientras veía el partido distraídamente. Cuando terminó el primer tiempo pagó la cuenta y salió de ahí. Iban dos-cero.
Se desvió un poco para tomar la avenida Zapata. Dobló a la derecha en Niños Héroes y poco antes de una glorieta vio una humareda que salía de una casa de un solo piso con techo a dos aguas. Ya habían llegado los bomberos, que trataban de controlar el fuego, una patrulla y una ambulancia. Varios vecinos miraban desde el jardín. Raya se estacionó, se bajó del carro y prendió un cigarro. Se acercó a un policía.
- Buenas noches oficial, ¿Qué pasó aquí?
- Pues un incendio, ¿no ve?
- ¿Y a poco hay alguien adentro?
- Afortunadamente no, parece que habían salido.
- Ah bueno.
- Los propietarios están declarando con mi pareja –señaló la barda junto a la que estaban una pareja joven y un policía.
Raya se dirigió hacia ellos con su libreta. La mujer explicaba que acababan de llegar, que habían ido al súper. Que no dejaron nada prendido, que ninguno de los dos fumaba, que la estufa era eléctrica. Se veía bastante afectada y el marido veía con tristeza lo que quedaba de su casa. El fuego estaba completamente apagado, pero por las ventanas seguía saliendo un humo blanco y espeso.
Miguel Suárez, arquitecto, y Laura, su mujer, ama de casa, afirmaron no tener objetos de valor además de los electrodomésticos y algunas joyas de la señora. Salieron de su casa poco más de una hora para hacer las compras de la semana y cuando volvieron la vivienda estaba en llamas; los bomberos ya habían llegado gracias a que un vecino llamó por teléfono a emergencias. No se pudo esclarecer el origen del incendio. La pareja declaró no tener ningún enemigo ni sospechar de alguien que hubiera actuado de forma malintencionada. No obstante, el señor Miguel Suárez, arquitecto, recordó cuando se le entrevistó que pocos días antes sostuvo una querella con el cartero debido a que no le llegaban a tiempo los recibos de televisión por cable. Este último culpó a la compañía.
- Ay mi amor. Qué gusto. Y otra vez fuiste el primero ¿verdad?
- Pues claro reina, cuando llegaron los demás reporteros los Suárez ya se iban a un hotel.
- Pobrecitos a ver qué van a hacer ahora.
- Pues él es arquitecto, que se construya otra casa.
- No seas así, como si fuera tan fácil. ¿Quieres más chilaquiles?
- Un poquito nada más y no los hagas tan picosos, ya te dije.
- Sí mi amor, perdón, te paso más crema.
- Y ¿qué hacías a esa hora en la avenida Zapata?
- Dando un paseo, ¿qué más? Ya venía para acá –se comió los últimos chilaquiles.
- Ya Pepe, dime la verdad. Cómo le has hecho para llegar antes que todos. Para saber exactamente cuándo y dónde van a ocurrir las desgracias.
- Ya te dije que no me estés preguntando esas cosas, a ti que más te da. Dime morra, adónde quieres que vayamos en Semana Santa, ¿a Acapulco? ¿a San Antonio?
Raya se dirigió a las oficinas del periódico, pero antes de entrar decidió dar un paseo por el barrio. Caminaba hacia el parque Obregón pensando qué noticia necesitaba ahora la ciudad de Minaua. Unos cargadores subían costales de verduras a una camioneta, un perro olisqueaba bolsas de basura, un niño soltaba la mano de su madre. Sacó sus cigarros y un encendedor de oro de su saco. Tenía grabadas las iniciales C. G. E.
martes, 6 de abril de 2010
martes, 30 de marzo de 2010
Trabajando un día particular
Para alguien como yo que se perdió a Marcello Mastroiani y a Sophia Loren en Una giornata particolare, esta obra dirigida y actuada por Giménez Cacho y Laura Almela es una bellísima muestra de las posibilidades del teatro mexicano contemporáneo. Y si hubiera visto la película de Scola, seguramente opinaría lo mismo.
Un pájaro enjaulado huye del departamento de Antonietta y llega al de Daniele. Ella va a buscarlo y él abre la ventana (que está dibujada con gis) borrando una línea en la pared y dibujando una nueva. Llama al ave imaginaria ofreciéndole alpiste imaginario y la capturan. De este modo comienza una relación-amistad-romance de un solo día en el que se bebe café, se tiende la ropa y se desvela la realidad de dos personas solitarias durante el fascismo italiano.
Antonietta piensa que un hombre sólo es hombre si es esposo, padre y militante del partido; Daniele no es ninguna de las tres cosas. Piensa también que su existencia está justificada por su marido y sus hijos, que es perfecta. Pero entonces por qué corre a los brazos de este desconocido que no sabe qué hacer con una mujer.
Cuando suena el teléfono Daniele corre a trazarlo con unas cuantas líneas, si hay que arreglar una lámpara primero debe dibujarla y, en fin, los actores crean con escaso presupuesto y mucho talento una hermosa puesta en escena hecha de tiza y secretos.
Un pájaro enjaulado huye del departamento de Antonietta y llega al de Daniele. Ella va a buscarlo y él abre la ventana (que está dibujada con gis) borrando una línea en la pared y dibujando una nueva. Llama al ave imaginaria ofreciéndole alpiste imaginario y la capturan. De este modo comienza una relación-amistad-romance de un solo día en el que se bebe café, se tiende la ropa y se desvela la realidad de dos personas solitarias durante el fascismo italiano.
Antonietta piensa que un hombre sólo es hombre si es esposo, padre y militante del partido; Daniele no es ninguna de las tres cosas. Piensa también que su existencia está justificada por su marido y sus hijos, que es perfecta. Pero entonces por qué corre a los brazos de este desconocido que no sabe qué hacer con una mujer.
Cuando suena el teléfono Daniele corre a trazarlo con unas cuantas líneas, si hay que arreglar una lámpara primero debe dibujarla y, en fin, los actores crean con escaso presupuesto y mucho talento una hermosa puesta en escena hecha de tiza y secretos.
jueves, 25 de febrero de 2010
de cómo nos haremos ricos
llegó una nueva compañera a nuestro equipo. es mayor que mi madre. tiene grandes ideas y proyectos, je. antes de llegar aquí era directora de un museo. nos preguntamos qué habrá hecho para terminar en este círculo del infierno, en este barco que se hunde. lo bueno es que yo tengo un plan B, voy a ganarme el melate. recorrimos varias cuadras de tacuba para encontrar un sitio donde lo vendieran. Ángel y yo claro, Salvi tiene cosas más importantes que hacer, Laura tiene faringitis y Miguel, je, Miguel.. no sé qué hacía, pero ojalá que haya estado practicando una sonrisa. Hoy hemos contado un chiste y lo único que pudimos distinguir fue un extraño movimiento de su boca que dejaba ver algunos braquets.
- ¿de verdad crees que te lo vas a ganar?
- si no creyera que me lo voy a ganar no lo compraría.
- ..
y eso fue. escoger los números ganadores y listo. claro que aún no dan los resultados, pero lo tenemos en la bolsa, claro que sí.
- ¿de verdad crees que te lo vas a ganar?
- si no creyera que me lo voy a ganar no lo compraría.
- ..
y eso fue. escoger los números ganadores y listo. claro que aún no dan los resultados, pero lo tenemos en la bolsa, claro que sí.
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